Corre la década de 1960, al interior de una vivienda, una niña está sentada bajo un árbol de palta y a su alrededor, bien acomodadas, bandejas con pastelitos de tierra y pasto esperan su turno para entrar al horno de juguete.
La pequeña aprendió sus primeras recetas observando a mamá en su cocina “de verdad”, bailando entre ollas y cucharones, demostrándole que la comida sale bien cuando se la hace con amor.
Bajo esa premisa fue que María Roxana Márquez Balanza, ahora una empresaria y jefa de familia, abrió un restaurante referente en piques: Chillamicito, el año 1999.
“Empezó con el emprendimiento de hacer una pensión”, cuenta, añadiendo que la idea partió de su esposo. “A mí siempre me ha gustado cocinar y a él siempre le gustó mi comida”.
Este primer local estaba ubicado en la zona de La Chimba, cerca del parque Mariscal Santa Cruz, y en él ofrecían almuerzos y un solo estilo de pique —lejano panorama del actual Chillamicito, que en 2018 inauguró un nuevo espacio, famoso por sus cinco presentaciones del popular platillo: pique tradicional, pique borracho (hecho con vino y cerveza), pique lapping chillamicito, pique a la brasa (con vinagreta de cebolla y especias) y el pique de surubí, cuya creación se inspiró en Semana Santa.
A este que es el restaurante principal —localizado en el kilómetro 2.5 de la avenida Villazón, entre las calles Santiago Morales y Bartolome Navarrete— se une el Chillamicito Express (calle Teniente Arévalo y Baptista), que bajo la dirección de Roxana, se centra en almuerzos completos, de lunes a viernes.
“Desde las nueve de la mañana están los piques, sándwiches de lengua y los de lapping”, aclara.
Los jueves procura disponer platos más elaborados, y los viernes son “de picantes”, como el solicitado tri-mixto, de lengua, cola y pollo.
DE MADRE A HIJO
Roxana nació en Oruro el año 1961. Desde su infancia, la tercera hija de los Márquez Balanza mostró inclinación por las artes manuales, por lo que cuando terminó el bachillerato, no sorprendió que se inscribiera en una escuela de arte de Cochabamba.
Posteriormente, ya casada con otro artista plástico, continuó trabajando con las manos. “Hacíamos cerámica antes del restaurante, casitas de barro, mi esposo las pintaba”.
Con el tiempo, motivada por su compañero —admirador número uno de su sazón—, decidió cambiar la greda por ingredientes más comestibles.
“Yo vengo de familia chuquisaqueña-potosina; a mi mamá le gustaba mucho cocinar”, contó Roxana, resaltando que por el lado materno, existen varios hombres con talento para la gastronomía.
Mostrando su primera cocina, una pequeña y de lata, regresa a ese 1999 cuando su emprendimiento dio sus primeros pasos. “Aquí se pone la leña y aquí nuestras ollas de barro”, indica, con las manos recorriendo la antigua hornilla de fierro, donde, con ayuda de mamá, preparaban desde alitas de pollo hasta queques. Ahora esa reliquia es como un trofeo que se exhibe en el salón principal del Chillamicito Express.
“Por un año, por cosas de la vida, tuvimos que cerrar, pero después volvimos a abrir”. Pese a las turbulencias, el negocio alzó vuelo.
La apertura del restaurante se constituyó en un peldaño fundamental, el cual Roxana atribuye totalmente a su hijo Andrés. Tras estudiar Investigación Forense, el joven decidió tomar en serio la curiosidad culinaria heredada por su madre.
Graduado en Gastronomía, comenzó a experimentar con los platillos más buscados. “A ver mami, cómo lo preparas tu lapping, haremos un pique de lapping, con tu sazón”, le sugería a Roxana.
Los intentos resultaron en cinco variedades, que conforman el corazón del Chillamicito, ahora enteramente manejado por Andrés, mientras ella lleva las riendas del Express, con la ayuda de dos personas que alivian la carga, compensada emocionalmente con la respuesta de los comensales, cuyos cumplidos —“Ricardo (rico) está” o “esta comida es de malcriados, porque es para chuparse los dedos”— bastan para renovar su entusiasmo.